El eterno retorno de la violencia en la Araucanía

Mi Viaje

Por Cristóbal Balbotín  Cristóbal Balbontín


Cuando Nietzsche desarrolla su visión crítica del progreso linear del tiempo y de la historia en el parágrafo 341 de la Gaya Ciencia, lo titula “El peso más pesado” señalando:

“¿Cómo te sentirías si un día o una noche un demonio se deslizara furtivamente en la más solitaria de tus soledades y te dijera: ’Esta vida, tal como la estás viviendo ahora y tal como la has vivido (hasta este momento), deberás vivirla otra vez y aún innumerables veces. Y no habrá en ella nunca nada nuevo, sino que cada dolor y cada placer, cada pensamiento y cada suspiro y todo lo indeciblemente pequeño y grande de tu vida deberá volver a ti, y todo en el mismo orden y la misma secuencia –e incluso también esta araña y esta luz de la luna entre los árboles, e incluso también este instante y yo mismo. ¡El eterno reloj de arena de la existencia se invertirá siempre de nuevo y tú con él, pequeña partícula de polvo!”

El mito del eterno retorno de la historia, en su forma alegórica, me resulta particularmente ilustrativa de este “peso más pesado” de la historia de Chile: la violencia en nuestra relación con el pueblo mapuche, nuestro principal pueblo originario. Más allá de la complicidad de los gobiernos de turnos, la situación compromete históricamente al Estado de Chile y la incapacidad de los presupuestos teóricos de sus políticas publicas para reparar debidamente en las causas y proponer una solución pacífica a este conflicto. Ello se traduce en que la aproximación al conflicto vaya quedando reducida a una actividad puramente represiva, quedando así capturada en una dialéctica amigo/enemigo que supone el riesgo de reducir este movimiento social a una hipótesis puramente criminal, configurando un verdadero “Derecho penal del enemigo”. Todo indica, al revisar la historiografía, que el ejercicio del ius puniendi en contra del pueblo mapuche esconde una cierta insuficiencia que no permite superar la violencia.

En efecto, cualquier esfuerzo reflexivo debe hacerse cargo del status quo del casus belli: el pueblo mapuche es el grupo social más discriminado, pobre y marginalizado de acuerdo a la encuesta Casen (2015). Pero determinar dicha experiencia de exclusión, presupone necesariamente hacerse cargo de la génesis histórica del conflicto que surge con la ocupación de La Araucanía y continua con la política de colonización y reparto de tierras que se perpetúa en el siglo XX. Si bien al momento de la independencia la construcción del imaginario patriótico se alimenta del “mito valeroso de la sangre araucana” (Bengoa 2000, 28) que se debe emancipar de la tutela de la corona española, rápidamente se impone a la vez una política de asimilación. (Pinto 2000, 131). En efecto, ya antes de la ocupación militar de La Araucanía de 1860, el año 1852 se dicta la ley que crea la provincia de Arauco y que incluye los territorios mapuches, declarando el propósito de su “más pronta civilización” (artículo 3º). Por su parte a partir del año 1866 -con posterioridad a la invasión militar- se dicta la primera de las leyes de ocupación que contemplaron la radicación de los indígenas y la entrega de los títulos de merced, con lo cual se materializó un proceso de reducción y confiscación de tierras cuya área total fue equivalente a un 6,39% del área que ancestralmente ocupaban al sur de Bio-Bío (González 1986). Dicho proceso se vio agravado por la fijación de límites imprecisos de sus tierras, por la omisión de las tierras de difícil acceso como de las que se encontraban al sur de Valdivia y Osorno, por la usurpación de sus tierras a través de inscripciones fraudulentas y por la dictación de la Ley de Propiedad Austral que facilitó la desposesión de los indígenas en estas zonas donde se omitió la entrega de títulos de merced ya que se presentaban a los ocupantes indígenas tradicionales como inquilinos para acreditar la posesión y lograr la regularización (Comisión de Trabajo Autónomo Mapuche 2003).

Por su parte, a partir de 1930, siguiendo el precedente de la Ley Nº4.169 de 1927, la Ley Nº4.802 estableció el mecanismo para dividir las comunidades indígenas, incluso contra la voluntad de los comuneros. El propósito era promover la división de las tierras reduccionales como forma de incorporar a los indígenas en el sistema de propiedad individual y a la libre circulación de los bienes. Fue tan solo en 1940, con la dictación de la Ley Nº 6.519 y sus sucesivas prórrogas de la limitación de la capacidad para enajenar de los indígenas, que comenzó un período de una cierta protección de la tierra indígena. No obstante, la división de las comunidades y la consolidación de propiedades individuales desafectadas de su condición indígena vuelve a imponerse con fuerza a partir de 1979 con la dictación del Decreto Ley Nº 2.568, que contempló la posibilidad para que cualquier ocupante de una reserva, indígena o no indígena, solicitara la división de las tierras de una reducción a través de un procedimiento legal expedito que, una vez aprobado, contemplaba la asignación de hijuelas de propiedad privada individual a quienes habitaban en ella (Aylwin et al. 2013).

Si bien es cierto la Ley Nº 19.253 sobre Protección, Fomento y Desarrollo Indígena, inspirada en una concepción multicultural de la nación, intenta hacerse cargo de las causas del conflicto a través de la creación del Fondo de Tierras y Aguas Indígenas que tiene -como una de sus funciones- financiar un mecanismo de adquisición de tierras y aguas que permita solucionar reclamos pendientes, este mecanismo redistributivo presupone una concepción de la justicia social que se concentra exclusivamente en una clave económica del conflicto, sin advertir el elemento moral que se moviliza en los conflictos sociales a partir de una experiencia de agravio que busca su restauración a través del reconocimiento de una identidad menospreciada.

En este sentido se destaca la demanda del pueblo mapuche (gente de la tierra) por el reconocimiento del valor de una sociedad estructurada a partir del territorio natural que la rodea y donde su cultura encuentra su eficacia simbólica. No obstante, al revisar nuestra institucionalidad es posible advertir que esta eficacia simbólica del territorio natural para la identidad mapuche no está adecuadamente cautelada, lo que explica en buena medida que la mayor parte de los conflictos surjan a partir del uso y explotación poco sustentable de los recursos naturales. Las propuestas de reconocimiento constitucional de los pueblos indígenas y la modificación del sistema electoral para asegurar su participación política son valiosas, pero por si sola insuficientes sino se asegura el soporte material a partir del cual se estructura el sistema socio-cultural del pueblo mapuche.

El eterno retorno de la violencia, que suele ilustrarse por una figura circular, permite advertir que las violencias –que diversos actores de la Araucanía como agricultores, transportistas, comerciantes, entre otros, resienten de buena fe y con un justo título como injusta– sólo logran ser abordadas fragmentariamente sino se comprende que ellas, de una u otra forma, están unidas a una Violencia más fundamental que concierne a los mapuches. Como señala acertadamente Theodor Adorno: “Si el individuo es tan fácilmente la victima de injusticias cuando el antagonismo de intereses lo empuja en la esfera del derecho, eso no es, como quisiese hacérselo creer, por su falta, en el sentido de que sería demasiado ciego para reconocer su propio interés en la norma jurídica y sus garantías; es más bien por la falta constituyente de la esfera jurídica misma” (Dialéctica negativa, p.375).

Lo anterior requiere que el Estado se abra con urgencia a una lectura teórica más amplia de este conflicto, que permita establecer las bases a una nueva política pública que posibilite avanzar en una vía de solución pacífica y legítima que traiga como contrapartida el reconocimiento de un estado de derecho compartido por parte de los contendientes.

 

 

 

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *