Nuestros platillos reconfortantes

Seis personas que convirtieron su amor por la comida en una carrera profesional nos hablan sobre los sabores que nutren su alma.

Lauren Tamaki

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Este es un artículo de Turning Points, una serie especial que ensaya sobre lo que los momentos críticos de este año podrían significar para el próximo.

Cuando la pandemia de coronavirus nos lanzó a lo desconocido y nos confinó en nuestros hogares, el tiempo que muchos de nosotros pasábamos en la cocina fue creciendo de manera exponencial. Horneamos pan de masa madre y panqués de plátano, pusimos a prueba la capacidad de nuestros hornos holandeses y confeccionamos platillos elaborados, todo en aras de la distracción, el consuelo y una sensación de normalidad. Nuestras acciones eran una manifestación de una verdad elemental: la comida nutre nuestra alma tanto como nuestro cuerpo. Después de todo, ¿a quién no se le ha antojado un pastel cuando está triste o no le ha alegrado el día su platillo favorito en alguna ocasión?

Les pedimos a seis personas que saben mucho sobre el poder de la comida que nos hablaran sobre los sabores que más atesoran. Las respuestas han sido ligeramente editadas con fines de claridad.

Credit Lauren Tamaki

Cuando era pequeña, mi hermano menor y yo nos reuníamos con nuestro medio hermano en el barrio chino de Londres, y yo siempre quería ir a una panadería por un poco de pastel de pandano, un bizcocho verde y fragrante, esponjoso como una nube. Trataba de aguantarme las ganas de comerlo lo más que podía; entre más esperaba, más podía imaginarme cómo sería saborearlo, pues una vez que me lo acabara, quizá pasaría mucho tiempo antes de que pudiera regresar para comer más.

La tradición continúa hasta el día de hoy. Cuando regreso al barrio chino, me aseguro de comprar pastel de pandano. Las panaderías siempre son ruidosas y ajetreadas, pero por eso se sienten familiares o reconfortantes. Y sigo saboreando las rebanadas de pastel como antes. Mi pareja, Nabil, me dijo que cuando como algo dulce hago todo un ritual: arranco un pedazo, lo coloco con cuidado en mi rodilla y luego espero hasta que ya no aguanto las ganas de devorarlo. Lo hago porque me reconforta el hecho de que el pastel me esté esperando ahí, como siempre.

— Kim-Joy Hewlett, autora de libros de cocina y ex participante de El gran pastelero británico

 

Credit…Lauren Tamaki

En Ciudad de México, un “mollete” es un bolillo —un tipo de pan crujiente por fuera y blando y caliente por dentro— que se parte a la mitad, se unta con mantequilla y se cubre con frijoles refritos y queso. Generalmente se tuesta en el horno hasta que el queso se derrite un poco y se sirve con pico de gallo.

 

 

Hay molletes que llevan chorizo, jamón, carne de cerdo rostizada o incluso chilaquiles. El bolillo es el vehículo y la sustancia. Sin embargo, no hay nada mejor que un mollete sencillo. De niño, en la cafetería de mi escuela, el miércoles era “día de molletes”. Los que preparaban ahí eran legendarios; después del recreo, todo el salón olía a mantequilla y pico de gallo.

El verdadero poder del mollete yace en su domesticidad pintoresca: un equilibro cálido y simple pero perfecto de texturas y sabores. Cuando estoy en el extranjero, abrumado por la nostalgia y pensando en mi hogar, extraño los molletes. Probar uno significaría estar en casa con mis padres, mi esposa y mi perro. Aunque esta humilde torta abierta se puede comer cualquier día de la semana, de niño le pedía a mi mamá que me hiciera molletes de cumpleaños en lugar de pastel. A veces todavía lo hago.

— Pedro Reyes, escritor gastronómico y director creativo de Paladar, una compañía mexicana dedicada a desarrollar proyectos y experiencias culinarias.

 

Credit…Lauren Tamaki

Desde que tengo memoria, los plátanos machos me han dado alegría y una sensación de bienestar. Durante mi infancia en Ghana, mi madre encontró muchas maneras de incorporar este alimento en nuestra mesa. Hervíamos los plátanos verdes para comerlos con verduras cocidas. Los freíamos en rebanadas delgadas y los servíamos con sal, nuestra versión de las papas fritas. Unos días después, asábamos algunos plátanos machos en una fogata para luego comerlos con cacahuates, un tentempié perfecto conocido como Kofi Brokeman y tan económico que prácticamente cualquiera puede costearlo.

¿Y si no teníamos tiempo de encender la parrilla? Hervíamos los plátanos y los servíamos con sopa de cacahuate. ¿Y si los habíamos dejado mucho tiempo y los plátanos ya estaban un poco aguados? Los rebanábamos, los sazonábamos con chile y jengibre y los freíamos; a este platillo le llamamos kelewele. ¿Y si nos habíamos olvidado de que teníamos plátanos y ya estaban negros? Los machacábamos con cebolla y especias y preparábamos tatale, tortitas de plátano macho para acompañar frijoles caldosos. Ay, plátano macho, ¿de qué modo te amo? Deja que cuente las formas…

— Selassie Atadika, chef y fundadora de Midunu, una compañía ghanesa de alimentos que ofrece experiencias gastronómicas y chocolates artesanales.

Credit…Lauren Tamaki

Siempre me ha fascinado lo que sucede cuando se encuentran las culturas orientales y occidentales, sobre todo en la comida. Un katsu sando muestra cuán buenos pueden ser los resultados. Aunque el sándwich es un concepto muy británico, el katsu sando, con su relleno de carne empanizada con panko, es muy japonés. De niño siempre pensé que los sandos, ya fueran de puerco, pollo o, mi favorito, res wagyu, eran un lujo para consentir al paladar. Además, es fácil comerlos de un solo bocado.

Un sando generalmente viene con una mezcla que incluye cátsup, miel y salsa Worcestershire, un condimento inglés que se volvió común en Japón en el siglo XIX, conforme las relaciones entre el Reino Unido y Japón se fueron estrechando. El resultado es un sublime sándwich niponizado. Como suele suceder con la cultura y gastronomía japonesas, cuando importamos algo, nos gusta darle nuestro propio toque.

Como chef, siento un aprecio muy profundo por la comida de la calle y mi manera de cocinar se inspira mucho en eso. Es una manera sencilla pero gozosa de comer. Y cuando saboreo una delicia de la comida callejera, como el sando, recuerdo que la comida es un lenguaje universal que nos une.

— Hisato Hamada, director ejecutivo y cofundador del grupo de restaurantes japoneses Wagyumafia

Credit…Lauren Tamaki

De niña, en paseos por el norte de Minnesota, mi madre, originaria de Dakota, señalaba los usos de las plantas que íbamos encontrando en el camino. Nunca usó la palabra “mala hierba”, porque todo tiene un lugar y una historia en nuestra vida. Con frecuencia recogía briznas del suelo, se las metía a la boca y decía algo como: “Esto puede aliviar un dolor de muelas”, o “Mi padre solía pedirnos a mis hermanas y a mí que recolectáramos esto cuando llegaba la primavera”.

Cuando veo arbustos con arándanos azules, que crecen de manera profusa en el norte, me acuerdo de esos momentos. Para mí nada en el mundo sabe mejor que esas pequeñas bombitas de sabor. De inmediato las junto y las guardo en mi camisa. Ahí en el bosque mismo disfruto de su sabor y, en ese momento, me siento conectada con la tierra que me rodea. Enseguida se me llena el pecho con recuerdos de ser amada y protegida, de tener una experiencia compartida no solo con mi madre, sino con la tierra misma.

— Dana Thompson, activista de la comida indígena y fundadora de The Sioux Chef, un proyecto dedicado a la revitalización de la gastronomía de los pueblos nativos estadounidenses.

Credit…Lauren Tamaki

También llamado manakish o manouche, el pan libanés con zatar calientito, recién salido del horno, es por mucho mi comida reconfortante predilecta; un pan plano suave y esponjoso aderezado con zatar, una mezcla de especias ácida y crujiente. Es fácil de hacer y está lleno de sabores y recuerdos libaneses. A mí me gusta poner a estos panes la mezcla zatar de mi abuela, una que lleva 55 años perfeccionando.

El manouche me trae a la memoria los tiempos hermosos que he pasado con mi familia, en la escuela, en el trabajo o en salidas con amigos. En algún momento comencé a sentir la necesidad de compartir esa sensación de bienestar con gente de todo el mundo. Por eso quise aprender el arte de hacer pan libanés.

En Líbano, el manouche es tan común como el café y tradicionalmente se come en el desayuno. Para todos nosotros, las cinco de la mañana es la hora del manouche. Es cuando los panaderos de todo Líbano empiezan su día para asegurarse de que el desayuno favorito del país esté listo para su gente. ¡Me da tanta felicidad ser una de esos panaderos!

— Teya Mikhael, panadera de The Lebanese Bakery en Beirut

 

 

 

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