Perú, el país ingobernable

Los peruanos necesitan convicciones democráticas firmes para no ser engañados por demagogos autoritarios.

Sebastian Castaneda/Reuters

Por Sonia Goldenberg  Sonia Goldenberg, 'Siguiendo a Kina' estrenada en París - El Invitado de RFI


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LIMA — En noviembre, Perú tuvo tres presidentes en diez días. Uno de ellos duró seis días. Y no sabemos si el actual presidente interino, Francisco Sagasti, llegará hasta abril, el mes en el que están programadas las elecciones generales. Y si lo hace, ¿quién lo seguirá? ¿Mi país es ingobernable?

Perú ha vivido ocho golpes militares en el siglo XX. Pero en las últimas dos décadas, el país se había convertido en una democracia relativamente estable, con disminución en los índices de pobreza y un crecimiento económico sostenido. Y, sin embargo, la corrupción se mantuvo profundamente enraizada. Cuatro presidentes recientes estuvieron o están siendo investigados por acusaciones de aceptar pagos ilícitos de Odebrecht, la megaempresa de construcción brasileña que corrompió a casi todos los países de la región. Una intensa campaña anticorrupción sosegó la indignación pública, pero exacerbó nuestro gusto por el canibalismo político.

Todos los esfuerzos de limpiar el pantano han terminado en caos. Y detrás de ese caos hay un enigma crucial: ¿Cómo combatir la impunidad cuando todo el sistema político está podrido, incluyendo a los mismos políticos que, se supone, deben generar los cambios necesarios? Es, naturalmente, una situación complicada, en la que se juega la estabilidad de la nación.
En Perú, la guerra política alcanzó un punto crítico en los últimos tres meses. Nada estaba fuera de la mesa en la lucha por eliminar a los rivales políticos, incluidas nuevas formas de golpes de Estado. No había necesidad de usar a las fuerzas armadas cuando la Constitución provee algunas lagunas convenientes. Por ejemplo, la oposición en el Congreso puede vacar con rapidez a un presidente con la causal de “incapacidad moral permanente”, un concepto ambiguo que podría referirse tanto a la aptitud mental como moral de un mandatario.

Pedro Pablo Kuczynski, un banquero de inversión retirado de Wall Street, fue elegido presidente en 2016 por un periodo de cinco años. Después de menos de dos años en el cargo, fue forzado a renunciar cuando iba a ser vacado por el Congreso. Keiko Fujimori, hija del expresidente Alberto Fujimori y líder del partido fujimorista, había sido derrotada en las elecciones presidenciales por un margen muy estrecho y se negaba a aceptarlo. Entonces, usó la mayoría de su bancada en el Congreso para destituir a Kuczynski acusándolo de corrupción. Aunque Kuczynski, de 82 años, no ha sido acusado formalmente, ha permanecido en arresto domiciliario por más de dos años.

Así llegó al poder Martín Vizcarra, vicepresidente de Kuczynski, quien conspiró para destituir a su jefe. Al inicio, Vizcarra fue el peón de Fujimori. Pero, en nombre de una cruzada anticorrupción, destruyó al partido fujimorista. Sus índices de aprobación aumentaron y alcanzaron su punto máximo en septiembre de 2019, cuando disolvió el Congreso, una decisión radical que destruyó el equilibrio de poderes y aplastó a una oposición corrupta y desagradable, pero elegida democráticamente. Esto le permitió a Vizcarra gobernar por decreto durante más de seis meses.

El golpe fue justificado por progresistas liberales y activistas anticorrupción como una medida necesaria para impulsar una reforma política. La corte más alta de la nación, el Tribunal Constitucional, aprobó la decisión en una votación de 4 a 3. Después se celebraron elecciones legislativas y, en marzo, se instaló un nuevo Congreso, tan corrupto como el anterior.

El expresidente Martín Vizcarra en diciembre
Credit…Ernesto Benavides/Agence France-Presse — Getty Images

Entonces, Vizcarra sorprendió a sus partidarios al anunciar que se presentará en las próximas elecciones para el Congreso con un partido corrupto, cuyos integrantes votaron a favor de su vacancia. Con su popularidad ganada como un héroe anticorrupción, con cierta seguridad ganará la elección y llegará al Congreso. Y, adicionalmente, si resulta congresista, tendrá algunos años de protección legal para evitar ir a prisión, acogiéndose al privilegio parlamentario contra el que luchó con tanto fervor cuando era presidente.

La cruzada contra la corrupción terminó en una farsa. Una desilusión para millones de ciudadanos que creyeron en Vizcarra; una señal de advertencia y una situación embarazosa para sus partidarios incondicionales y los medios importantes que apañaron a un caudillo corrupto que llevó al país al borde del abismo para su beneficio personal.

Hay una lección que podemos aprender de la debacle de Vizcarra. Los peruanos necesitamos convicciones democráticas firmes para evitar ser engañados por demagogos autoritarios. Las élites liberales y nuestras figuras democráticas más respetadas deben liderar el camino. Los medios, la sociedad civil y los activistas que combaten la corrupción deben tener la humildad e integridad para reconocer el daño ominoso que han causado con su respaldo ciego a un charlatán oportunista que en dos años arruinó al país y destruyó los avances tan arduamente ganados en su camino al progreso y la estabilidad.

Por casi dos décadas, la economía peruana creció a un promedio de 4,5. Durante el gobierno de Vizcarra, ese porcentaje disminuyó al 2,3 por ciento antes de que la pandemia se extendiera, lo que causó una caída de 11,5 por ciento, una de las mayores en la región. Los índices de pobreza, que se han reducido constantemente durante tres décadas, están aumentando de nuevo. Perú ha tenido durante meses una de las tasas de mortalidad más altas del mundo por la COVID-19.

En la sociedad peruana persisten profundas raíces autoritarias. Alberto Fujimori se convirtió en un héroe nacional cuando desplegó tanques para disolver el Congreso en abril de 1992. Otro expresidente, Alan García, alcanzó sus mayores índices de popularidad cuando en 1986, siguiendo sus órdenes, las fuerzas armadas aplastaron unas protestas en penales, en donde murieron alrededor de 300 prisioneros que habían sido integrantes de Sendero Luminoso.

Los diez días que sacudieron al Perú en noviembre son solo un pico dramático de la decadencia de nuestra clase política. No hay sistema que pueda sostenerse cuando su Constitución es usada para propiciar el abuso de poder. Las instituciones están en ruinas. La presidencia ha sido denigrada y el Congreso no tiene legitimidad. Los peruanos están desmoralizados y hartos de políticos deshonestos que se traicionan unos a otros en medio de una pandemia letal.

Es por esto que miles de jóvenes peruanos llenaron las calles y se unieron a la manifestación más grande del siglo. A diferencia de las protestas ciudadanas en Chile o Guatemala, las manifestaciones en Perú fueron en buena medida pacíficas. Sin embargo, dos estudiantes murieron en las protestas y 200 personas resultaron heridas por la represión policial. Pero en solo seis días, las marchas ocasionaron la salida de Manuel Merino, percibido ampliamente como un presidente ilegítimo. Algunos manifestantes todavía están bloqueando las carreteras al norte, este y sur de Lima para reclamar mejores condiciones de vida y salarios más altos. Recientemente, otros cinco manifestantes murieron en enfrentamientos violentos con la policía.

El sucesor de Merino, Sagasti, un prestigiado tecnócrata, espera durar lo suficiente para entregar el cargo al próximo presidente electo. En estas circunstancias, el 11 de abril —la fecha en la que están planeadas las elecciones generales— luce lejano.

Muchos peruanos han dicho que no están interesados en ninguno de los candidatos enlistados en las boletas en unos comicios que no ofrecen una esperanza tangible para mejorar la situación del país. ¿Quién puede culparlos, considerando el evidente deterioro de la calidad de los candidatos, tanto a la presidencia como al Congreso? Tres candidatos presidenciales han sido acusados de corrupción o asesinato y 68 de los actuales 130 integrantes del Congreso están siendo investigados por penas administrativas o criminales. Es un panorama desolador.

En las vísperas del bicentenario de la Independencia del Perú, la cuestión de nuestra gobernabilidad democrática ha empañado cualquier motivo de celebración. Construir las bases de una república democrática sigue siendo una promesa elusiva.


Sonia Goldenberg es periodista y documentalista.

 

 

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