La trágica muerte del judío que luchó en la División Azul por Franco y Hitler en la Segunda Guerra Mundial

El alemán Erich Rose rompió todos los esquemas de la Guerra Civil y la Segunda Guerra Mundial. Considerado por los nazis como un 75% judío, falleció mientras luchaba por el Reich en la batalla de Krasny Bor a pesar de que sus padres habían fallecido en campos de concentración

Pintura de Augusto Ferrer-Dalmau

por   Manuel P. Villatoro   


Podrán pasar años y años, pero la historia no dejará jamás de sorprenderme… A mediados de febrero de 1943, en un lugar tan remoto como Krasny Bor –al fondo a la derecha de Leningrado, cual retrete de bar castizo– un teniente gritó su maldición final a los mil vientos antes de caer, inerte, sobre la nieve. En el brazo portaba el parche de la «Blaue Division» o División Azul, los voluntarios españoles en la Segunda Guerra Mundial. Sin embargo, sus últimas palabras resonaron en un teutón tan fino como el de Federico I. Aquel tipo, de cara blancuzca y pelo rubio, era un tal Erich Rose. Quizá otro nombre más en el amplio abanico de oficiales germanos que prestaban servicio en la unidad.

No se pongan nerviosos. Al menos todavía. Esperen antes de bajar a la caja de comentarios, pues el presente no es un artículo que busque vanagloriar o atizar con la vara de avellano, sino narrar un hecho tan desconocido como llamativo. Más allá de opiniones políticas, de miradas inquisitorias a diestra y siniestra, no me negarán que sorprende el que aquel teniente, el tal Rose (o Rosse, según el documento al que se acuda), fuera un alemán cuyos padres habían sido enviados a un campo de concentración por ser judíos. Y que él mismo, según las leyes del nazismo, fuera un 75% semita al contar solo con un abuelo ario.

La historia de Rose es una de las más desconocidas que atesora la División Azul. Una isla dentro de un mar de datos, fechas y nombres que fue dada a conocer hace menos de un año por el historiador Carlos Caballero Jurado en su documentadísima obra «Erich Rose: El trágico final de un oficial “judío” en la División Azul». Libro en el que este experto, también autor de la más reciente «La División Azul», llevó a cabo una verdadera labor detectivesca para sacar a la luz las desventuras de un hombre que, antes de marchar al frente ruso durante la Segunda Guerra Mundial, combatió también en la Legión Cóndor y en el Tercio de Extranjeros. En ambos casos, durante la Guerra Civil que sacudió nuestro país durante tres años.

Militar, prusiano y 75% judío

Resumir una vida entera en unas pocas líneas es una tarea ardua. Erik Jakob Rose, al que sus compañeros de la División Azul definieron años después como un joven de aspecto «muy alemán», aunque algo más bajito de lo que era habitual en el pueblo germano, vino al mundo el 7 de septiembre de 1912 en Alsacia, entonces bajo la tutela del II Reich. Parece ser que no le faltó de nada ya que provenía de una familia acomodada y que, además, desde la infancia se sintió atraído por el mundo castrense debido a que su padre había conseguido el rango de comandante médico en el Ejército. Al menos, hasta que el Tratado de Versalles –el demonio con cuernos y rabo para Adolf Hitler– dio al traste con las fuerzas armadas teutonas.

 

 

 

 

En una carta personal enviada a Caballero Jurado, uno de los viejos amigos de Rose confirmó que el chico demostró pronto que mantenía los mismos ideales que su padre. Era, a saber, «de derechas […], conservador […] y nacionalista». Aunque, por encima de todo ello, se hallaba una característica: su consideración de que «el comunismo y el bolchevismo eran el enemigo número uno del mundo».

Lo habitual durante una época de desasosiego en la que la máxima obsesión del país era señalar con el dedo acusador a un enemigo único y común contra el que descargar todo el odio acumulado tras el desastre de la Gran Guerra. Al calor de estas doctrinas vio en el NSDAP a un buen amigo con el que ir de la mano.

Jakob –lo cierto es que este nombre hebreo era una premonición en sí mismo– superó con énfasis la academia militar con el anhelo de convertirse en oficial. Y hubiera llegado alto en el escalafón de no ser por la aplicación de las políticas raciales (Arierparagraph). «En virtud de aquellas absurdas disposiciones, resultaba que él era judío al 75 por cien, porque su padre tenía dos progenitores judíos, mientras que su madre tenía uno. Daba lo mismo que tanto su padre como él estuvieran bautizados y que no se sintieran otra cosa que alemanes», desvela Caballero Jurado en su obra. Como otros tantos, fue expulsado del Ejército en 1935. Aunque tuvo suerte y consiguió ser derivado a la embajada alemana en España.

En España

Algo debió ver Rose en nuestra España antes de regresar a su hogar. Difícil saber. Lo que sí conocemos es que, cuando el Reich envió un contingente de oficiales para entrenar a las milicias de Falange y formar a los mandos del ejército sublevado, se presentó voluntario. Así, pisó la Península en 1937 bajo el paraguas de la Legión Cóndor con las órdenes de impartir clases en la Academia de Toledo primero, y en la de Granada después. Lo más llamativo es que, motivado por alguna causa que Caballero Jurado, su gran biógrafo, no llega a comprender, Rose solicitó en repetidas ocasiones unirse a las filas del Tercio de Extranjeros, entonces una de las principales unidades de choque de los autodenominados Nacionales.

La Legión se convirtió en el anhelo del germano. Quizá, por ser una fuerza en la que podía demostrar su valía. Vaya usted a saber. Rose, teniente entonces, casi se obsesionó. Buscaba pertenecer a ella, pero no solo como un mero apoyo (Franco le confirmó que podría mantener su rango en la unidad, pero solo si se alistaba hasta el final del conflicto), sino como un combatiente más. Deseaba hacer carrera, no marcharse en unos meses. Así que, desoyendo las órdenes del mismísimo ferrolano, se alistó como soldado raso en el Tercio de Extranjeros bajo un nombre falso. «El día 17 de septiembre era filiado en el Banderín de Enganche de la Legión en Zaragoza un legionario de 2ª con el nombre de Henri Rosse Rosse», desvela Caballero Jurado en el libro.

Destacamento de comunicaciones de la División Azul española
Destacamento de comunicaciones de la División Azul española – ABC

Más allá de que este es el hecho que explica por qué el germano aparece en los documentos de dos formas distintas, poco influye en su historia. Y es que, aunque los funcionarios franquistas cazaron al vuelo su mentira (debió ser la única vez que el farragoso sistema burocrático español funcionó como un reloj…), le dejaron continuar su andanza en la unidad. En el seno de la IV Bandera, Rose, Rosse, o como diantre quieran tildarle, participó en los estertores de la batalla del Ebro y avanzó hasta Barcelona. Le fue bien. Durante su paso por la contienda, sus mandos intercedieron por él en una serie de cartas en las que confirmaban que «ha demostrado gran valor y actuación en su actuación en el frente» o que «ha instruido a centenares de oficiales con el mayor éxito».

Sobrevivió, le reconocieron de nuevo su rango y, en 1939, envió una carta a Franco tras la victoria en la que le solicitaba la nacionalidad española. Misiva que Caballero Jurado recoge de forma pormenorizada en su documentada obra:

«Erich Rose Rose, Teniente de La Legión, de 26 años de edad, soltero, natural de Estrasburgo, en Alsacia, de nacionalidad alemana, a V. E. con el debido respeto tiene el honor de exponer: que llevando dos años prestando sus servicios en el Ejército español y hallándose desde el mes de agosto de 1938 en La Legión, reuniendo por tanto dicho lapso de tiempo que es el que determina la O. C. de 4 de septiembre de 1920 (D. O. 199) para concederse a los súbditos extranjeros la nacionalidad española, es por lo que recurre a V. E. en súplica de que se digne concederle dicha nacionalidad a cuyo fin acompaña los documentos necesarios al objeto de que una vez otorgado este beneficio pueda ser nombrado Oficial Provisional para cuyo empleo ha demostrado aptitudes».

División Azul

Una vez más, el devenir fue esquivo con él. No obtuvo respuesta y volvió a Alemania, donde tampoco fue bien recibido y le denegaron la llamada «arianización» por contar con tres abuelos judíos. Parecía destinado a no combatir por el ejército nazi hasta que, en el verano de 1941, Adolf Hitler inició la Operación Barbarroja, forma elegante de nombrar a la invasión de la Unión Soviética. No hay que ser un Sherlock Holmes para entender cómo, a través de sus contactos en España, ató cabos cuando Ramón Serrano Suñer dio el famoso discurso en el que culpaba a la URSS de la Guerra Civil y llamaba a los soldados españoles a combatir a Iósif Stalin junto a las tropas germanas en la recién formada División Azul:

«¡Rusia es culpable! Culpable de la muerte de José Antonio, nuestro fundador. Y de la muerte de tantos camaradas y tantos soldados caídos en aquella guerra por la agresión del comunismo ruso. El exterminio de Rusia es exigencia de la Historia y del porvenir de Europa».

Una vez más, el franquismo le recibió con los brazos abiertos por la necesidad acuciante de traductores en el frente y, a la velocidad de la centella, pasó a formar parte de la 2ª Sección del Estado Mayor español como intérprete. Sus desventuras en esta unidad las recoge Caballero Jurado a la perfección. Basta decir que cumplió su deber al milímetro y que fue incluso condecorado por el mismo ejército germano que le había despreciado. A nivel militar parecía haber hallado un hueco en la unidad. A nivel personal, sin embargo, recibió un nuevo varapalo cuando se enteró de que sus padres habían sido enviados a sendos campos de concentración. Surrealista.

Resulta imposible meterse en su mollera y adivinar sus intenciones, pero aquel golpe moral cambió algo en su interior. No a nivel ideológico, sino vital. Durante un relevo a finales de 1942, casi convencido de que su vida acabaría poco después, redactó su testamento e incluyó una frase que, más bien, parecía una suerte de augurio:

«Si caigo en combate, y espero que esto no ocurra, no quiero que lloréis por mí, porque el destino que yo he querido para mí nunca ha sido otro que el de morir vistiendo mi guerrera gris, a despecho de todo. Y eso ya lo he conseguido, después de una gran lucha».

En 1943, Rose se hallaba en las cercanías de la región de Krasny Bor (al sur de San Petesburgo) cuando el ejército soviético inició la Operación Estrella Polar; el avance masivo para romper el asedio al que la Wehrmacht sometía Leningrado. «El 10 de febrero de 1943, 38 batallones soviéticos salieron de Kolpino, el barrio industrial de Leningrado ante el que estaba acantonada la División Azul, apoyados por unos ochenta tanques, unas 150 baterías y un número indeterminado de «organillos de Stalin», esto es, de lanzadoras de proyectiles» explicaba a ABC el historiador Xavier Moreno Juliá (autor de «La División Azul. Sangre española en Rusia, 1941-1945»). Frente a ellos apenas había 5.900 españoles. La contienda estaba servida.

Pasó lo que se barruntaba. El Ejército Soviético se lanzó de bruces contra el sector defendido por el 262º Regimiento de la División Azul. La situación era desesperada y se envió a todos los refuerzos que se logró hallar en las cercanías. Entre ellos, la unidad de Rose, que recibió órdenes de marchar al frente para establecer un centro de información avanzado. Pero el enemigo desbarató sin mayor esfuerzo las posiciones españolas. En el fragor de la contienda, los mandos decidieron que la única forma de agrupar a los soldados, dispersos por todo el campo de batalla, era lanzar un contrataque… y el teniente formó parte de él.

Allí se dejó la vida, según desvela Caballero Jurado en su obra: «En ese momento justo estaba entrando en línea de fuego una “Sección alemana de cañones Flak”. Comprensiblemente, envueltos en plena batalla, lo primero que necesitaban era que alguien les informara qué demonios estaba ocurriendo y, como la Sección de Flak no disponía obviamente de intérpretes de español, Rose se ofreció (o se le ordenó) que se uniera a ella. Pero, por muy poderosa que fuera esa Sección, era exactamente eso: una Sección. Y fue tan arrollada por el terrible ataque soviético como habían sido antes las fuerzas españolas desplegadas en primera línea o encargadas de contraatacar».

Seis preguntas a Carlos Caballero Jurado

– ¿Cree que existen más incógnitas que certezas con respecto a la vida de Rose?

– Creo que prácticamente todo son certezas, y el único aspecto significativo que a nivel personal nos queda por esclarecer es quien pudo ser esa novia española que tuvo, de la que no sabemos más que el nombre.

– Solemos pensar que los judíos fueron apartados desde el principio de las fuerzas armadas alemanas, pero usted explica en su obra que los nazis recurrieron a ellos en los primeros meses de la contienda. ¿Cómo es eso posible?

– En el planteamiento general del tema, y esta pregunta se refiere a ese enfoque global, creo que todas las respuestas las ha dado y muy bien dadas el profesor Bryan Rigg, en su impresionante obra “Los soldados judíos de Hitler”. Para empezar, debemos recordar que los llamados “judíos” por los nazis (cuatro antepasados practicantes de la religión judía) no estuvieron presentes en ningún momento en la Wehrmacht. Lo que sí que había era numerosísimos de los llamados “mestizos”. Desde la óptica biologicista que caracterizaba el antisemitismo nazi, cabía imaginar según algunos de ellos que un 50% o un 75% de “sangre aria” quizás se impusiese a un 50% o un 25% de “sangre judía”. Sin embargo, cada vez se volvieron más radicales y excluyeron a más mestizos.

– Parece ser que Rose gozaba del favor de los altos oficiales germanos y españoles…

– Rose, además de ser un alemán genuinamente patriota y firmemente anticomunista, algo que no tiene nada en contradicción con tener antepasados que practicaron la fe judía (aunque ni él ni sus padres la practicaran) era un oficial muy competente y quienes habían sido sus amigos en el Ejército no podían explicarse que se perdiera a un oficial como aquel. Uno de sus mejores amigos era el capitán Schnez, que ingresó en el selecto cuerpo de Estado Mayor y estaba destinado en el Alto Mando del Ejército alemán. Fue él quien, desde esa institución, trató de conseguir que Rose pudiera volver a servir en las filas alemanas, sin éxito. Sobre la valía del capitán Schnez como militar, creo que la mejor muestra es que ya en la postguerra llegó a ser Inspector General del Ejército Federal alemán.

Entre sus compañeros españoles de la División Azul, todos sabían que tenía antepasados que habían practicado el judaísmo, cosa a la que nadie le daba mayor importancia. En cambio, además de su valía como profesional, se le daba la mayor importancia a que Rose hubiera servido en la Guerra Civil en las filas del Ejército Español en la lucha contra el Ejército del Frente Popular. Todo el mundo lo veía como lo que era, un camarada más.

– ¿Cuál fue su tarea, al menos sobre el papel, en la División Azul?

– En aquellos años el número de españoles que tuvieran un buen conocimiento del alemán no era muy elevado. Así que poder contar con alguien como Rose como traductor fue una gran ayuda. Es muy significativo que no fuera un intérprete más, asignado a cualquiera de los batallones o regimientos, sino que se le asignara al Estado Mayor. Y dentro del Estado Mayor, a la Sección que debía tener un mayor contacto con los alemanes, la 2ª Sección o Sección de Inteligencia Militar, que debe tratar en cada momento de evaluar los proyectos de ataque del enemigo, la composición de sus fuerzas, etc. Los méritos excepcionales de Rose se le reconocieron ya en 1942, cuando fue premiado con una Cruz de Guerra y una Cruz Roja al Mérito militar por parte española. Por otra parte, la División Azul tenía derecho a solicitar condecoraciones alemanas al Cuerpo de Ejército del que dependía, para premiar también a sus integrantes, y de esta manera se dio el caso de que el teniente Rose recibió también la Cruz de Hierro, que para alguien como él, sin duda tenía un valor especial.

– ¿Cómo fue su última batalla en Krasny Bor?

El jefe de la 2ª Sección del Estado Mayor español en ese instante, el comandante Alemany, que valoraba especialmente al teniente Rose, le encargó una delicada misión: desplazarse al puesto de mando del sector que se presuponía iba a ser el atacado, el del Regimiento 262º, para establecer allí un C.I.A., un Centro de Información Avanzado, que suministrara información fidedigna al Cuartel General de la División durante la batalla. Lo que pasa es que el desarrollo de la batalla fue el que conocemos, y llegó el momento en que el teniente Rose comprendió que no podía mantenerse al margen de los combates, y junto al resto del cuartel general del Regimiento 262º, se lanzó al contraataque, a enfrentarse directamente con las vanguardias soviéticas. En ese momento estaba entrando en liza una de las llamadas “Secciones de Cañones Antiaéreos para combate terrestre” (Flakkampftruppen) enviadas por los alemanes para reforzar a los españoles. Eran de una terrible eficacia con sus cañones de 88 y 38 mm. Pero la recién llegada unidad germana carecía de intérprete alemán-español y en medio del desbarajuste de la batalla, no sabía muy bien ni dónde estaban los soviéticos, ni dónde estaban los españoles. Rose se unió a esta unidad germana y peleó integrado en sus filas, hasta la muerte. Murió como él quería: como un soldado alemán en lucha contra el comunismo.

 

 

– ¿Era el fin último de la División Azul, como se ha extendido estos últimos días en los medios tras el controvertido homenaje, dar muerte a judíos?

El acto por el que me pregunta no tuvo nada de homenaje a la División Azul, y fue un acto de ciertas fuerzas políticas, sin ningún calado social. Los actos de homenaje a la División Azul los convoca la Fundación División Azul y en ellos jamás se oirán expresiones tan descabelladas como las pronunciadas en ese acto político.

Hay una serie de historiadores muy críticos con la División Azul, y ni en sus párrafos más radicalmente condenatorios contra ella se ha atrevido ninguno de ellos a insinuar que la División pretendiera dar muerte a los judíos.

Los centenares de miles de hijos y nietos de divisionarios saben que ese nunca fue el propósito de la División, porque jamás le oyeron expresiones antijudías a los 40.000 divisionarios que regresaron vivos a España.

El único historiador especializado en el Holocausto que ha escrito sobre la División Azul, Alain Berkovitz, autor de “La División Azul ante el Holocausto” (Editorial Fajardo el Bravo, Lorca, 2019), escribió este libro donde dejaba meridianamente claro que la unidad española nunca tuvo nada que ver con persecuciones a judíos. De hecho, lo que le llevó a escribir ese libro fue el haber encontrado en el diario de su abuelo, un judío lituano, un párrafo que le llamó la atención, en el que afirmaba que la única semana en que fueron felices durante toda la II Guerra Mundial fue la que pasaron mientras los contingentes de la División Azul atravesaban su ciudad camino del frente.

Y el Instituto Yad Vashem de estudios sobre el Holocausto de la Universidad de Jerusalem jamás ha citado un solo caso de connivencia de miembros de la División Azul con prácticas antijudías.

Por desgracia vivimos en una época en que un “tweet” tiene más eco que un libro de ensayo, y donde unas palabras pronunciadas por una “influencer”, de la que no consta que sepa nada sobre la División Azul, se “viralizan” porque las Redes Sociales viven de eso, del escándalo, de la provocación. En otros momentos de la historia, nadie habría dado pábulo a unos afirmaciones tan absolutamente condenables como estas, pero hoy los “tweets” y las noticias “virales” parecen ser el centro del debate. Y el resultado es que todo el mundo está opinando sobre algo que ningún divisionario se planteó jamás: sí fueron a “luchar contra el judío”. Todos y cada uno de los divisionarios tuvieron siempre un mismo objetivo: luchar contra el comunismo. Así que nada puede sorprendernos menos que el hecho de que todos los medios de comunicación afines a la izquierda estén repitiendo hasta la saciedad la noticia de este suceso.

 

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