El día que casi matan a Reagan

Canal Historia

Por Vladdo  Vladdo Vladdo


El 30 de marzo de 1981, y cuando apenas llevaba 70 días en la Casa Blanca, Ronald Reagan casi se convierte en el quinto presidente asesinado en Estados Unidos, después de Abraham Lincoln, baleado en 1865; James Garfield, en 1881; William McKinley, en 1901, y John F. Kennedy, en 1963. Aunque en esa época no había internet ni redes sociales, la noticia se regó como pólvora y la salud del mandatario, quien terminó con un proyectil en su pulmón izquierdo, se convirtió en tema de conversación en todos los idiomas.

Cuarenta años más tarde, vale la pena recordar algunos detalles del atentado, no solo por tratarse de un presidente norteamericano, sino por las circunstancias y las motivaciones del autor, las movidas dentro del Gobierno y las reacciones del propio Reagan.

Para empezar, el autor de los disparos, John Hinckley Jr., quien fue reducido y capturado en la escena de los hechos –en las afueras del hotel Hilton de Washington–, dijo que con ese ataque pretendía llamar la atención de Jodie Foster, por quien sentía una obsesión enfermiza, y a la que veía compulsivamente una y otra vez en Taxi Driver, película de 1976 en la que la actriz aparecía junto a Robert de Niro. El pistolero fue juzgado y declarado no culpable en 1982, por actuar en estado de demencia, y pasó 35 años en un hospital siquiátrico.

El equipo de anestesiólogos que atendió a Reagan estaba compuesto por tres inmigrantes, un detalle nada menor en esta época de xenofobia exacerbada.

 

 

Otro dato curioso de aquella tarde fue la polvareda que armó el secretario de Estado, Alexander Haig. Mientras Reagan era sometido a una cirugía, el funcionario anunció en rueda de prensa que él estaba al mando; una declaración con la que prácticamente se saltó la línea de sucesión, pues en ausencia del presidente su puesto debe ser ocupado (en ese orden) por el vicepresidente, el presidente de la Cámara de Representantes, el presidente del Senado y, en cuarto lugar, por el secretario de Estado.

A su vez, Reagan, quien se caracterizaba por su agudo sentido del humor, protagonizó una graciosa anécdota aun en medio de su dramática situación, cuando le comentó al médico Joseph Giordano, jefe de traumatología del hospital George Washington: “Espero que todos ustedes sean republicanos”, a lo que el cirujano –quien, de hecho, era demócrata– respondió: “Hoy, todos somos republicanos”.

Desde luego, es imposible saber cuál habría sido el destino de la política mundial si en plena Guerra Fría Reagan hubiera muerto y en su lugar hubiera asumido la presidencia George H. W. Bush. Pero el antiguo actor de Hollywood y exgobernador de California no solo sobrevivió, sino que se convirtió en uno de los artífices de la caída de la Cortina de Hierro y del posterior derrumbe de la Unión Soviética; tarea en la que contó con la ayuda invaluable de la primera ministra británica, Margaret Thatcher, y de Juan Pablo II, el carismático papa polaco que unas semanas después habría de sufrir también un atentado en la mismísima plaza de San Pedro, y del que, al igual que Reagan, se salvó milagrosamente.

Para terminar, otro hecho interesante: el equipo de anestesiólogos que atendió a Reagan estaba compuesto por tres inmigrantes: George Morales, que provenía de México; May Chin, de Malasia, y Manfred Lichtmann, de Alemania. Un detalle nada menor que muchos deberían tener en cuenta en esta época de exacerbada xenofobia republicana.

Colofón. ¿Se han fijado en que inmediatamente después de una masacre o de un atentado, alguien del Gobierno sale indignado a rasgarse las vestiduras, a recitar quién es el autor, a anunciar recompensas y a prometer que no habrá impunidad? Aunque siempre me ha llamado la atención tanta diligencia y velocidad en esta administración, lo que más me sorprende es que, si saben tantas cosas sobre el perfil, la ubicación, los movimientos y el modus operandi de los criminales, ¿por qué el Gobierno no hace nada para evitar esas masacres y esos atentados?

 

 

 

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